miércoles, 4 de junio de 2014

GEORGES MINOIS; “HISTORIA DE LOS INFIERNOS”.

El infierno es tan viejo como el mal. A la falta moral debe aplicarse un castigo; una sanción impuesta por poderes sobrenaturales o como resultado del destino vengador, el lugar donde se aplica el sufrimiento de la condena se le conoce con el nombre de Infierno, un reino de sombras poblado de fantasmas errantes y plagado de tormentos.
 
Las concepciones más antiguas representan al infierno, por una parte como un espacio subterráneo, brumoso, casi siempre lúgubre donde las almas de los muertos se reúnen o habitan llevando una vida fantasmal, y por otra parte como una región muy similar a la Tierra en la que los difuntos continúan con la misma existencia. El castigo se traduce en diversas desgracias: enfermedades, pobreza, etc; las calamidades de la vida humana se prolongan después de la muerte. El viaje, con su carácter más o menos iniciático, del descenso a los infiernos se populariza, desde Oriente Medio (Mesopotamia, Babilonia) pasando por el hades homérico, los pueblos germánicos, escandinavos y celtas precristianos, las tradiciones chamánicas, hasta las diversas culturas de la polinesia, todos ellos recogen ritos de visita al averno. Sin embargo, los primeros infiernos que se pueden definir para condenados, aparecen en Egipto, Irán y la Grecia Clásica. El infierno egipcio tiene como objeto la destrucción de los malvados no su sufrimiento, reduce al individuo a la nada mediante la demolición de sus componentes. En Irán la idea de una retribución y un castigo después de la muerte queda precisada en los escritos de Zoroastro; los sufrimientos infernales purifican, en realidad este infierno es un purgatorio donde se aguarda el día de la resurrección. En la península helénica las corrientes filosóficas de la Época Clásica responden al problema del mal mediante el fatalismo y acentúan la idea de un juicio después de la muerte en el que justos e injustos quedarán separados, a unos el sufrimiento les salvará del mal, otros los incurables deberán soportarlo por toda la eternidad. Estas alegorías fabulosas proyectan una marcada influencia en la imaginería filosófica y popular del judaísmo y el cristianismo.
 
Establecido en el culto hebreo el principio de responsabilidad individual, Dios castiga y recompensa en esta vida, por lo tanto “no hagas el mal y nada malo te sucederá”. Los testigos directos y próximos a la vida de Jesús dicen poco sobre el infierno, en los evangelios es designado con el nombre de gehena, un lugar real y concreto. Pablo, el testigo más antiguo, primer organizador del pensamiento cristiano y fundador del cristianismo, presta poca o ninguna atención al infierno. En los siglos venideros (del I al III) la creciente influencia de los cultos orientales (cuyo más allá está repleto de demonios), la preocupación cada vez mayor por la salvación individual y la inquietud escatológica que se traduce en una multitud de sectas, hacen que la idea del infierno se divulgue. Los primeros escritos que desarrollan con cierta definición los rasgos del infierno popular corresponden a textos apócrifos y apocalípticos; se puede ver en ellos un ansia manifiesta de clasificación de las penas según el tipo de pecado, pero también un inicio de distinción de categorías sociales. El éxito de estas leyendas les otorga prestigio quedando a veces incorporadas al cuerpo de la doctrina oficial. Algunos acusan a los cristianos de practicar una pastoral del miedo, reproche que recaerá sobre la Iglesia hasta el siglo XX. La creencia en un infierno futuro para los perversos de esta vida creado por la imaginación popular, se muestra como un todo confuso, exuberante, cuyo único atributo seguro es el sufrimiento. El espíritu fecundo de los fieles inventó una multitud de suplicios sin la más mínima preocupación por la coherencia. Lo inverosímil del infierno popular cristiano provoca los sarcasmos de los intelectuales paganos. Así pues, hay que organizar y racionalizar las creencias y defender la fe con argumentos creíbles. Suben al púlpito, como si de una pandilla de superhéroes se tratara, los Padres de la Iglesia. Inventariando un resumen muy esquemático los podemos ubicar en dos corrientes teológicas: una corriente indulgente, alegórica y universalista que se distingue ante todo por la negación de la eternidad infernal, Dios castiga no para vengarse sino para corregir a los culpables, los condenados deben purificarse mediante el fuego durante un tiempo más o menos largo y una vez cumplida la penitencia también se salvan; los tormentos son completamente espirituales, remordimientos de la conciencia; esta doctrina es minoritaria dentro de la iglesia y será condenada enérgicamente en los grandes concilios del siglo VI. Y otra corriente rigorista, realista y selectiva mucho más próxima a la concepción popular; el fuego del infierno comenzará con todo su rigor después del juicio final y los sufrimientos serán estrictos para toda la eternidad. Como es de suponer, este pensamiento mayoritario, estructura, oficializa y define el prototipo de sermón de cuaresma que los predicadores adaptan hasta el día de hoy. En medio de estas dos hipótesis discordantes, San Agustín confecciona una síntesis con un poco de aquí y otro poco de allá que servirá de guía para elaborar la doctrina social de la Iglesia.  

 Con el propósito de evitar desviaciones de las creencias hacia posiciones heréticas, entre los siglos VI y X, la Iglesia mediante coacciones, presiones físicas y psicológicas, arrestos, deportaciones, convocatorias y manipulaciones de concilios, en un clima que carece en absoluto de serenidad, formula la doctrina oficial del infierno y establece el dogma en el que todo buen cristiano debe creer. El indiscutible retroceso cultural característico de esos tiempos se manifiesta en un pensamiento teológico de ánimo zafio que fomenta una espiritualidad atascada en lo mirífico y en la superstición. El infierno monástico a la vez más terrible y familiar, gana en elementos pintorescos pero pierde dignidad. Ciertos monjes y obispos de la alta Edad Media descubren el miedo como arma pastoral ante el pueblo, poseen las llaves de la manipulación del infierno al servicio de una causa política. Al mismo tiempo se desarrolla en esta época la expansión del Islam. El Corán utiliza la rica mitología infernal del Próximo Oriente, en ella se mezclan elementos egipcios, semitas, indoeuropeos y cristianos, edificando un concepto del infierno extraordinariamente detallado. Según la tradición, en el infierno musulmán hay una gran mayoría de mujeres, sus faltas son innumerables, Mahoma explica en un hadiz las razones por las que serán condenadas; pero también se hallan en este infierno un gran número de ricos y poderosos. Divergencias aparte, la posición del Islam respecto al infierno es más flexible que la del cristianismo; en resumidas cuentas, si eres un pecador más te vale caer en el abismo musulmán que en el cristiano.
 
La utilización del miedo al infierno para preservar a los fieles del pecado era una máxima natural. La visión de los tormentos infernales puede purificar y a la vez apartar del yerro. La condena al infierno es el fruto de un juicio soberano del Dios Juez, y también de un balance casi matemático de todas las acciones buenas y malas. Surge la diferencia entre pecados veniales y pecados mortales, la distinción se hace oficial. Va al infierno quien muere en pecado mortal: para que se sepa, la trilogía orgullo-codicia-impureza domina el palmarés de las faltas graves, para salvarse hay que ser humilde, pobre y puro. Como hay grados de pecado, justo es que los haya también de pena; el gran invento es un principio adoptado desde la época de los Santos Padres: el purgatorio. A comienzos del siglo XIII, Inocencio III consagra la aparición del purgatorio en un sermón del día de Todos los Santos, en esa homilía habla de los cinco lugares donde residen las almas: el lugar supremo, el cielo para los buenos; el lugar ínfimo, el infierno para los malos y entre ambos, otros tres lugares donde se hallan los medianamente malos. El advenimiento oficial del purgatorio permite a los predicadores de la pastoral del miedo utilizar la amenaza con mayor libertad. La necesidad de una purificación del alma (antes de su entrada en el paraíso) conlleva a la compra de las reducciones de las condenas por medio de la oración, ciertamente, pero también por medio del dinero. El dinero compra fundaciones pías y misas que alivian las conciencias y lustran las almas del purgatorio a la vez que proporciona méritos. De este mercadeo todos sacan sus beneficios; los difuntos, los vivos y sobre todo la Iglesia puesto que recibe las donaciones y refuerza su poder extendiéndole al más allá.
 
En contra de lo que a veces se piensa, el final de la Edad Media no supone el más mínimo desarrollo en la imaginería infernal; más bien se da un atasco del pensamiento en este ámbito, la producción se limita a estereotipos creados en los siglos precedentes. El balance doctrinal es escaso y riguroso. Se reduce a pocas palabras, pero esas palabras tienen un peso extraordinario: el infierno existe, comienza en el momento de la muerte, es eterno y todos los fieles muertos en pecado mortal van a él, donde sufren penas de daño y de sentido. Lo esencial respecto al infierno ya está dicho. A finales del siglo XIV la fe se impone a la razón y la desprecia, abre la puerta a la superstición, el misticismo y el fanatismo.
 
Una vez inventariados, ordenados y clasificados los suplicios, se asiste a la apoteosis de las representaciones pictóricas, tremendamente humanas, del infierno. Glorificaciones que señalan al mismo tiempo el apogeo y el comienzo de su ocaso. La omnipresencia del infierno popular en los sermones de los siglos XV y XVI es más bien el reflejo de su ineficacia que el de una verdadera obsesión social. Los excesos desembocan en una irrupción del infierno en la vida terrena, bajo diferentes formas: el infierno físico con las grandes catástrofes demográficas y guerreras; el infierno diabólico con la ola de brujería y el infierno psicológico con el endurecimiento de las amenazas condenatorias. Mientras el infierno se convierte en una realidad terrestre, las tinieblas del más allá comienzan a perder fuerza. Los teólogos y los eclesiásticos circunscribirán cuidadosamente el infierno y le asignarán un papel bien concreto: el de aterrorizar a los cristianos para apartarlos del mal y hacerlos avanzar en la vida religiosa, queda integrado en el plan de salvación del hombre. El infierno de los siglos XVII y XVIII es una obra maestra cartesiana indispensable a la moral, necesario, ineluctable y sin escapatoria; la pesadilla lógica al servicio de las reformas religiosas. Las iglesias protestantes manipulan el miedo con igual destreza que la Iglesia Católica. El periodo revolucionario no altera fundamentalmente el status de los infiernos. La jerarquía eclesiástica para evitar ser arrastrada por la corriente de las nuevas y nefastas ideas, se aferra a todo lo inmóvil, endurece sus posiciones, se obstina en mantener íntegros los antiguos esquemas frente a la evolución de las mentalidades, oponiéndose a esa misma evolución. El infierno tradicional atacado por todas partes, criticado por autores cristianos o no, creyentes o no, se fosiliza, sufre un claro retroceso convirtiéndose en un elemento del folclore popular. A trancas y barrancas se mantiene hasta el desarrollo de las sociedades occidentales del siglo XX, donde se desmorona. El viejo infierno, el de Dante y los predicadores, sobrevive aún en seminarios, en algunos sermones y en los manuales de teología dogmática, el pueblo lo aprende en el catecismo pero apenas cree en él. Ha nacido el mundo moderno, un mundo que se sacude las antiguas creencias y se inclina más bien por los infiernos presentes. 
 
El concepto del infierno apareció mucho antes que el cristianismo, es universal, pertenece a toda la humanidad tanto creyente como no creyente, sin embargo el infierno cristiano ocupa el lugar central puesto que ha sido el sistema más duradero, organizado, absoluto, completo, y la más terrible maquinaria de triturar conciencias que jamás se haya inventado con el fin de aterrorizar al pueblo y conseguir su sumisión.

“La condición humana sería triste si tuviera que actuar por temor al castigo o por la esperanza de la recompensa después de la muerte”. Albert Einstein.