domingo, 7 de octubre de 2012

DOROTHY L. SAYERS; “LOS NUEVE SASTRES”.

Serpenteando en un paisaje de páramos y ciénagas pantanosas, el camino que quiere ser carretera conduce al orden: una larga calle de casas grises, la vieja torre, la capilla de ladrillos y el elegante edificio de la rectoría. El placentero silencio que invade a los pequeños pueblos rurales. Una sociedad en la que cada cosa está en su sitio y debe haber un sitio para cada cosa, sabedora de la posición que a cada cual corresponde: el milord, la milady, el vicario, la esposa del vicario, las damas de buen gusto y decoro, los jardineros caballerosos y educados, el ama de llaves discreta, el mayordomo fiel, los sirvientes eficaces, la institutriz de corsé plano, camisa de cuello alto y mangas de farol. Entre las clases populares rige una máxima, para que una joven aprenda a ser una buena esposa no hay nada como ponerse a servir. Flota en el ambiente la fragancia de los clubes de costura y los partidos de criquet. 

No hay existencia tranquila que mil años dure. Los empleados del cementerio local abren la tumba en la que ha de ser enterrado un ciudadano ilustre y, ¡oh, sorpresa!, encuentran un cadáver ajeno sin derecho a descansar eternamente bajo esa lápida. El cuerpo corresponde a un hombre adulto, posiblemente forastero, que a simple vista parece ser fue pasaportado a la otra vida de forma violenta, muestra la cara destrozada a golpes y le han cortado las manos a la altura de las muñecas, de ello es elemental deducir que el asesino ha puesto especial interés en dificultar la identificación de la víctima. Tenemos pues, una tumba profanada y un difunto desfigurado y mutilado. El enigma impone las preguntas de rigor: ¿cuándo se hizo?, ¿dónde se hizo?, ¿cómo se hizo?, ¿por qué se hizo?, ¿quién lo hizo?. La visita accidental de una mente fecunda en células grises sherlockholmianas ayuda a resolver el misterio. Los fallos de la mecánica (el automóvil se avería) aliados con las fuerzas de la naturaleza (el río se desborda inundando durante dos semanas la comarca), sitúan en el escenario del caso a Lord Peter Wimsey, hermano menor del Duque de Denver; exalumno de Eton College, licenciado con matrícula de honor en Historia Contemporánea por la Universidad de Oxford, héroe del espionaje internacional en la I Guerra Mundial (donde conoció a su mayordomo, chofer, ayudante y hombre para todo Mervyn Bunter); su personalidad se ajusta al canon del aristócrata dandy eduardino, bibliófilo, melómano, sibarita degustador de buenos vinos y mejores viandas, exquisito hasta lo remilgado, tan mundano, divertido y conservador como amanerado, afectado e impertinente. Un nobilísimo diablo desocupado, sobrado de tiempo libre y dinero, que distrae su inteligencia e ingenio investigando misterios criminales, invirtiendo altruistamente sus dotes de detective aficionado colaborando con la policía. 

 Ateniéndose a las reglas básicas de la novela de intriga clásica inglesa, en el caso más extraño que ha trabajado en su vida –según confiesa Lord Wimsey- las pistas se suceden; de un muerto desconocido, al robo irresuelto de un collar de esmeraldas valorado en miles de libras, hasta el mensaje cifrado de un documento enigmático hallado en el campanario de la iglesia anglicana. Las campanas se ponen alerta frente a la presencia del maligno. “El arte de la campanología es característico de Inglaterra y como todas las características inglesas es incomprensible para el resto del mundo”. El repique de campanas ordena el mundo, señala las horas, los ciclos, las estaciones, alerta, informa, convoca, marca el ritmo de la vida y anuncia el advenimiento de la muerte. Los nueve sastres es un repique de difuntos: tres toques por la muerte de un niño, seis por la muerte de una mujer y nueve son los toques por la muerte de un hombre. Dejemos hablar a las campanas, quizás tengan la clave.