lunes, 8 de julio de 2013

CYRIL AYDON; “HISTORIAS CURIOSAS DE LA CIENCIA”.

Contamos de diez en diez porque tenemos diez dedos, por lo demás el número diez no tiene nada de especial, así de simple, así de sencillo, así de práctico. Simple, sencilla y práctica amén de entretenida es esta historia divulgativa de la ciencia, cuenta hechos conocidos sin dejar de ser sorprendentes. Sitúa sus comienzos en los tiempos de la Antigua Grecia; occidente no sería el mismo sin la civilización griega, incluso es posible que a ella deba su existencia el FMI que con tanta impudicia machaca a las polis griegas actuales; en fin, ésto es harina de otro costal. Ahora nos interesa saber que Arquímedes de Siracusa estableció los fundamentos de la ciencia mecánica, fue el científico más grande de su época (algunos historiadores le consideran el más grande de todos los que hayan existido, por suerte para la humanidad de ésos tenemos unos cuantos). Piteas, quien gozaba fama de hombre fantasioso, atribuyó las mareas a la atracción de la Luna. Hiparco, inspirándose en la forma de contar de los babilonios (de sesenta en sesenta) introdujo la hora, en esencia es la misma que usamos hoy en día (60 minutos, 60 segundos). Pitágoras, convirtió las matemáticas en un sistema lógico unificado, en vez de un conjunto de reglas para casos especiales. Después de Aristóteles (padre señero de la biología, cosmólogo influyente) el centro del pensamiento científico griego se trasladó a Alejandría (Egipto), ciudad donde Eratóstenes de Cirene, culminó una de las grandes hazañas de la astronomía práctica, medir la circunferencia de la Tierra, ¡casi ná!. Desviando la mirada eurocéntrica hacia latitudes orientales, en astronomía, pintura, alfarería, tecnología militar y administración pública los chinos igualaban a los griegos, aventajándolos en ingeniería civil, agricultura, fundición de hierro, fabricación de sedas y caligrafía. En el siglo I a.c. China asombra por su nivel tecnológico, por contra centenares de años de civilización romana no produjeron nada digno de ser llamado progreso científico. Cuando el Imperio Romano se desintegra, el conocimiento científico se pierde en las brumas de la fe, la cristiandad se centra en la teología y no en la “ciencia pagana”, de no ser por los árabes la mayoría del saber antiguo se habría perdido; en ciudades como Bagdad se ensancharon los límites de las matemáticas, la astronomía, la geografía y la medicina. El Islam legó a la ciencia moderna mucho y bien, pero nada comparable con el sistema numérico; si bien los decimales y el concepto de cero se lo cargamos en el haber de la India, fueron los árabes quienes los perfeccionaron y divulgaron. 

Si se considera que la ciencia sólo puede desarrollarse en sociedades lo bastante ricas como para permitir que muchos ciudadanos dediquen su tiempo sobrante a pensar, hablar, crear y, directa o indirectamente, a nutrir a otros con medios para investigar, el siglo XV europeo supuso un punto de inflexión. La mayor prosperidad del Viejo Continente conllevaba la aparición de una nueva clase social a la que sobraba el dinero y podía gastarlo en formas de entretenimiento como, por ejemplo ya puestos elijamos, la lectura. El ocio creó la demanda. En la ciudad alemana de Maguncia, un hábil obrero metalúrgico llamado Johannes Gutenberg, inventa-innova la imprenta, su creación es de tal magnitud que, con mayúsculas, se considera una de las revoluciones tecnológicas cumbres de la Historia de la Humanidad. Algunas sociedades alcanzan cotas de organización social y política que favorecen el renacer de las artes y también de las ciencias. Se descubre el telescopio y el microscopio, instrumentos esenciales para impulsar el conocimiento de las grandes magnitudes (la velocidad de la luz) y las pequeñas magnitudes (las bacterias). Copérnico ya lo advirtió, la Tierra y los planetas (del griego planetes = errantes) giran alrededor del Sol, corrigiendo el equivocado modelo geocéntrico  de Tolomeo, aceptado, establecido y respaldado por la Iglesia hasta el extremo intolerante de perseguir con la Santa Inquisición a todos aquellos que lo refutaran, amarga experiencia vivida por Galileo que se retractó bajo tortura. Toman rumbos distintos, la ciencia de la astronomía y la seudociencia de la astrología, unidas hasta el siglo XVII, el llamado siglo de Newton, genio quisquilloso y paranoico, tan mala persona como extraordinario científico, la ley de la gravedad permanecerá siempre unida a su nombre; sobre sus hombros también cabalgaron otros científicos, sin desmerecer a nadie, basta pasar por Darwin (el origen de las especies y la selección natural), llegar a Einstein (teoría de la relatividad y pieza angular de la física moderna) y terminar en el Nobel a Crick, Watson y Wilkins (la estructura del ADN). De todo ellos nos cuenta este ameno libro sus vidas, sus trabajos, sus logros; haciendo hincapié en los últimos cinco siglos de descubrimiento científicos, aquéllos que más han contribuido al desarrollo y la prosperidad que el mundo, con sus diferencias, disfruta hoy. 

Oído al parche: “El país que elige ahogar la ciencia está eligiendo el estancamiento económico y el declive nacional”. (Cyril Aydon)