Habían llegado a
personificar la voluntad de la nación, los Romanov con su imagen de poder y
opulencia monárquicas, gobernaban sobre la base de sus propias convicciones
religiosas y sin miramientos hacia los límites de la ley. El zar sentía Rusia
como su feudo privado a la manera de un señor medieval. El antiguo título de
zar estaba revestido de autoritarismo paternal y connotaciones religiosas. En
la mente del campesino común el zar no era sólo un gobernante regio, sino una
“divinidad en la tierra” al que miraban con ciega devoción porque estaba ungido
por Dios. Enrocado en una autocracia fosilizada, sin intención de ceder a las
demandas de reformas políticas solicitadas por una sociedad cada vez más
urbana, más educada y más compleja; sobrepasado por los acontecimientos,
apoyado en un gabinete reducido de consejeros reaccionarios entre los que se
encontraban su propia esposa Alejandra (educada en la estricta moral
victoriana, hablaba malamente el ruso) y el protegido de la misma emperatriz,
Rasputín (personaje ególatra y arribista). Carente de las necesarias cualidades
para ejercer el poder, el último zar Nicolás II nombraba primeros ministros a
una mediocridad aduladora tras otra. El inmovilismo, la incapacidad
gubernativa, el creciente conflicto social y la deriva peligrosa de la fantasía
del poder absoluto, supusieron el caldo de cultivo del que se nutrieron las
raíces de la Revolución.
A inicios del siglo XX, el
80 por ciento de la población de Rusia estaba clasificada como perteneciente al
campesinado y el resto, la mayoría, hundía sus raíces en él. Sin embargo, a
pesar de este dato, a las clases educadas de las ciudades “el mundo del campo
les resultaba tan exótico y ajeno como los nativos de África lo eran para sus
distantes amos coloniales”. La incomprensión, la violencia y la crueldad que el
antiguo régimen inflige al campesinado se transforma en resentimiento, que no
sólo desfigura la vida cotidiana de la aldea, sino que también se lanza contra
el sistema en un intento de aniquilación del pasado responsable de su trágico
destino. Forzados por la pobreza y la ambición de conseguir una vida mejor, los
campesinos emigran a las ciudades, para muchos de ellos la cultura urbana
significa movimiento revolucionario, progreso, ilustración y liberación humana;
llegan e ingresan en las filas del proletariado comprometido con el movimiento
obrero militante, organizando clubes y asociaciones ilegales de trabajadores
que el gobierno zarista persigue con saña, legislando a favor de los patronos y
reprimiendo con la policía. En el desprecio por las condiciones de vida de la
gente descansaba el principio de autoridad de la jefatura del zar. El movimiento
revolucionario, según sus propias nociones de verdad y justicia, buscaba
liberar al pueblo; la presunta finalidad de su campaña era desestabilizar al
Estado y encender la chispa de la rebelión popular.
El paneslavismo y el
pangermanismo eran dos doctrinas mutuamente autojustificantes, la una no podía
existir sin la otra: el miedo a Rusia unía a todos los patriotas alemanes,
mientras que el miedo a Alemania tenía el mismo efecto en los patriotas rusos.
“Una guerra entre Rusia y Austria sería un elemento muy útil para la
revolución, pero hay muy pocas posibilidades de que Francisco José y Nicolás
nos den un regalo así”, comentó Lenin a Gorky en 1913. Acertaba en lo primero y
se equivocaba en lo segundo. La Primera Guerra Mundial mostró la debilidad real
de Rusia que podría haber estado lista para una campaña breve de hasta seis
meses (duración estimada del conflicto), pero no para una larga contienda
bélica de desgaste. A medida que las condiciones en el frente fueron empeorando
y aumentaban las víctimas, la moral y la disciplina empezaron a desmoronarse.
Para muchos soldados éste fue el momento psicológico vital de la Revolución, la
circunstancia por la cual su lealtad hacia la monarquía se derrumbó. Las tropas
se negaban a desplazarse hasta el frente, se produjeron docenas de motines en
las guarniciones militares de la retaguardia e incluso cuando se trasladaban
las unidades a las trincheras los hombres desertaban por el camino. El Ejército
se convirtió en una enorme multitud revolucionaria, en este sentido la guerra
fue el arquitecto social de 1917. Muchos soldados se acercaron a los
bolcheviques, el único partido de importancia que estaba a favor, de manera obstinada,
de poner fin inmediatamente a la hemorragia bélica; si el gobierno provisional
hubiese iniciado las negociaciones con los alemanes en busca de un acuerdo de
paz, posiblemente los bolcheviques nunca habrían llegado al poder.
Una y otra vez, la tozuda
negativa del régimen zarista de conceder reformas democráticas convirtió un
problema político en una crisis revolucionaria. El fin de la monarquía se
celebró profusamente en todo el imperio ruso, multitudes entusiastas se
reunieron en las calles, donde se hallaba el verdadero poder (el poder de la
barbarie). Los símbolos del antiguo régimen imperial fueron destruidos, las
estatuas de los héroes zaristas derribadas, los nombres de las calles
arrancados, se arrasaron mansiones, iglesias y escuelas; se incendiaron
bibliotecas y museos destrozando valiosísimas obras de arte. Los juicios y
linchamientos populares eran las expresiones más comunes de la venganza
popular, tanto en el campo como en las ciudades. La Rusia de principios del siglo
XX parecía haber regresado a la brutalidad de la Edad Media. El derrumbe
estrepitoso de todo el sistema favoreció a los bolcheviques que controlaban su
propio entorno mucho mejor organizados y mucho más ávidos por obtener el poder
que ningún otro partido. El propósito último de Lenin (estratega máximo del
partido, trabajando entre bastidores) era conseguir el poder, para él no
significaba un simple medio, sino un fin en sí mismo. Los bolcheviques no se
asemejaban a ningún partido occidental, más bien constituían una casta elitista
situada por encima del resto de la sociedad, los herederos de la burocracia
imperial rusa, en 1921 en Rusia el número de funcionarios duplicaba al de
obreros, conformaban la base social dominante del nuevo régimen; no eran proletarios,
sino burócratas.
En el camino hacia la
utopía comunista todas las esperanzas centradas en la Revolución fueron
abandonadas. En lugar de ser una fuerza constructiva, la Revolución había sido
una fuerza destructiva, en lugar de liberación humana había provocado
esclavitud y en lugar de progreso espiritual de la humanidad había conducido a
la degradación. Suya fue la primera de las dictaduras del siglo XX que
glorificó su propio pasado violento mediante la propaganda y la adopción de
símbolos y emblemas militares. Profético sonaba el eco de la advertencia de
Trotsky: La Organización del Partido primero sustituirá al Partido como tal,
después el Comité Central sustituirá a la Organización del Partido y después un
simple dictador sustituirá al Comité Central.
“El estado, por muy grande
que sea, no puede homogeneizar a la gente ni mejorar a los seres humanos. Todo
lo que puede hacer es tratar a sus ciudadanos de manera equitativa e intentar
asegurar que sus actividades libres se dirijan hacia el bien común”. (Orlando
Figes)