lunes, 26 de septiembre de 2016

RAMIRO CALLE; “LA OTRA INDIA”.

Símbolo rural, la vaca presencia mística, recordatorio sagrado, ofrece su leche y sus excrementos, respetada (se trata mal a las viudas solas y a los perros callejeros, pero no a la vaca), forma parte del gran espectáculo del mundo: la madre India, tierra de grandes sabios, científicos, escritores, pensadores, músicos y místicos. Gentes resistentes y hospitalarias. Millones de pies errantes que no dejan de caminar, unas veces por carreteras sumamente transitadas, otras por polvorientos caminos o por senderos naturales que surcan valles y montañas, junglas y selvas. Sadhus, respetados a la vez que temidos, deberían ser hombres santos y piadosos, muchos simples pordioseros y falsarios; se apartan de la sociedad, no quieren aceptar sus artificiosas leyes y sus adulterados valores, prefieren consumir sus días como peregrinos, como ascetas abismados en fecunda meditación, habitando cuevas excavadas en las montañas o junto a los crematorios; paradigma los desastrados y desgreñados aghori, embadurnados el cuerpo con cenizas, utilizan cráneos humanos como escudillas o como tamboriles rituales para ceremonias, algunos de ellos, los más desequilibrados de la secta, en su afán de automortificación, llegan a ingerir restos humanos. “El sadhu es un arquetipo, y así da guerra a lo constituido, a lo establecido, a ese armazón de voracidad, rapacidad y putrescibilidad de la sociedad que se presenta como respetable y convierte la democracia en una prostitucracia por culpa de sus ególatras y desaprensivos políticos”. Espectáculo de sacrosanta espiritualidad de la más espuria mercadería religiosa; ¡hay tantos gurús falsos!, por cada yogui, gurú, sadhu verdadero hay mil falsos que buscan vorazmente clientes más que discípulos y alardean de su sabiduría y de sus lujosos ashrams. El sadhu auténtico es un marginado, no tiene pasado, no tiene edad, no tiene nombre de pila, por propia voluntad ha cortado todos sus vínculos sociales. El hinduismo es más una filosofía o una actitud de vida que una religión propiamente dicha. La India con una gran tradición de meditación se puede considerar como el gran diván psicológico del planeta.

Calles abigarradas, carnavalescas, bullicio ensordecedor, mosaico de razas, religiones y costumbres (aún hay cincuenta millones de gentes originarios de sociedades tribales). Teatro callejero, encantadores de serpientes (anualmente miles de personas fallecen por picaduras de serpientes, entre ellas la temible cobra), ancianos mendigos, niños ladronzuelos, curanderos, penitentes, faquires, eunucos danzarines, reclamos turísticos, “los mil oficios del hambre” tan antiguos como la civilización, ejercidos entre olores fecales lacerantes, aliviados por el olor a sándalo:“la higiene de los indios no es nuestra higiene, como a menudo su lógica no es nuestra lógica”. Inseparable compañera la varita de incienso, omnipresente en templos, en establecimientos públicos, en hogares; cientos de miles de personas trabajan en la fabricación de esas barritas aromáticas, a las que se atribuyen la propiedad de relajar la mente.
 En la India se comercia con todo, lo profano y lo sagrado, la materia y el espíritu, el hindú tradicionalmente es un gran comerciante, tanto como dado a las ceremonias y los festivales religiosos. No hay lugar en la India que no sea célebre por sus santos, sus sabios, sus personajes mitológicos, y ciudad que no lo sea por sus templos, santuarios y monasterios: templos hindúes, templos jainas, mezquitas, santuarios sijs, etc. Ciudades que fascinan, que provocan un gran interés en el viajero, donde se mezclan el canto evocador del muecín con el continuo repetitivo de los mantras. Urbes contradictorias, duales, santas, místicas, mercenarias, antiguas como el propio mundo; insufladas de misteriosas energías, amantes de lo inconcreto, cunas de la civilización, enclaves del poder cósmico, fascinante diversidad geográfica humana, sin urgencias, donde el sentido del tiempo rige de modo diferente, en apariencia no hay lugar para el estrés.

La prosperidad y la supervivencia agonizante se bañan en el río más sagrado de la India y posiblemente de la Tierra: el Ganges, pasión de emperadores, de maestros del espíritu, de millones de personas que a lo largo de todo su curso se meten en la corriente e incluso beben sus aguas contaminadas. En sus orillas se levantan los crematorios, piras ardiendo, cadáveres a la espera, los incineradores no cejan por un momento de llevar a cabo su tarea; a veces cuando una familia no puede pagar la leña necesaria para la completa combustión del cuerpo, algunos miembros quedan si calcinar y así son arrojados a las aguas sagradas.

La otra India, el país de los contrastes, puntero en la producción de software junto a cotas alarmantes de analfabetismo, capaz de fabricar misiles atómicos y cientos y cientos de miles de personas viven sin agua corriente obligadas a lavarse en la calle, predicar la no-violencia a la vez escenario de sangrientos enfrentamientos entre las comunidades de hindúes y musulmanes, avanzada en el estudio de las matemáticas y supersticiosa en el uso de la astrología en todo acontecimiento vital (de manera muy especial en las relaciones sentimentales). Un lugar impactante que reza el Sutra del Amor: “ojalá todos los seres sean felices, en cualquier condición que fuere, en cualquier espacio que estuvieren”.