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Una familia peculiar, unos padres peculiares, una peculiaridad llamada Dios y un cordero, hijo de hombre, que se diluye en un peculiar rebaño.
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Siempre, en todas las circunstancias, en todas las ocasiones, en todos los momentos; en el recreo jugando a las chapas o cambiando cromos, en el equipo deportivo, en la catequesis, en los billares, en el bar, en el club de baile, en la asociación cultural, en el tablero de ajedrez; soy yo, un peón inútil, un personaje secundario de attrezzo, de los que únicamente aparecen en un barrido de cámara cuando son víctimas de la tragedia; bultos que mira el espectador buscando el rostro del protagonista.
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Vas abriendo los ojos y vas perdiendo la fe, la fe en el presente y en el futuro, la fe en uno mismo y en los otros. Sólo me va quedando la fe de la insufrible levedad del iluso.