lunes, 8 de julio de 2019

LAWRENCE MILLMAN; “EN LOS CONFINES DEL MUNDO”.

 «Un viaje a los lugares más remotos del Atlántico Norte, siguiendo la ruta de los vikingos», subtitula la portada del libro. Ese periplo de Noruega a Terranova, siguiendo el sol de las antiguas vías marítimas vikingas, tomando notas a lo largo del camino sobre las gentes, la historia, las costumbres y la geografía, le dura al cronista algo más de cuatro meses. Tiempo invertido por quien huye de los destinos turísticos populares, ni se desplaza en los medios de transporte convencionales; un barco desvencijado o caminar siempre antes que el avión, el coche o el autobús, estos últimos usar sólo como postrero recurso. Dormir en una tienda de campaña o en una cabaña solitaria mejor que en un hotel (establecimiento prohibido para quien goza del lujo de tener a la tierra por suelo y al cielo por techo).

Poco dura la estancia en Noruega, lo justo para embarcarse en Bergen (ciudad situada al oeste del país) rumbo a las Islas Shetland (Escocia), tan ricas en petróleo y turba como en rocas, acantilados, arrecifes abruptos y avisos de naufragios que advierten a los navegantes neófitos para que se mantengan alejados. Lerwich la minúscula capital, hileras de casas de granito gris con gruesos muros de piedra, y sólidas iglesias, resistentes a las ráfagas de viento ciclónicas que soplan desatadas desde Islandia; calles que poco a poco van perdiendo su atmósfera de paz eterna: «lo que aporta el petróleo a las arcas de la comunidad se lo quita en esencia». Islas remotas, extrañas, en las que pastan ovejas herederas de una raza primitiva y algunos pocos habitantes aún conservan fragmentos del antiguo idioma vikingo.

Siguiente parada a medio camino entre las Shetland e Islandia; Islas Feroe, comunidad autónoma del Reino de Dinamarca, «quizás la única colonia de toda la historia del colonialismo mejor provista que la madre patria». Paisaje cuyo encanto residen en su falta de variedad, en su simple uniformidad que se ofrece con absoluta sencillez. Algunas de sus dieciocho islas condenadas por el aislamiento (los ancianos fallecen y los jóvenes se van) agonizan en una muerte fotogénica. Tórshavn, la capital, considerada a ojos del viajero como una de las ciudades más aburridas del mundo, presume de pubs, hospitalidad familiar y de risas compartidas ante un buen plato de carne de foca. Para limitar el abuso del alcohol, la compra de licor está racionada a cuatro veces al año; el isleño según lo adquiere se lo bebe de un tirón. En la bahía de la localidad de Miövágur se celebra la tradicional caza de ballenas, un festival sangriento en el que se masacran a cientos de cetáceos, se descuartizan y su carne se reparte entre toda la población; al final de la matanza se festeja con danzas populares.

A bordo de un carguero feroés el viajero atraviesa una de las franjas climáticas más encrespadas del mundo con destino a Islandia. Sobreviviente de una ardua lucha contra las olas, mareado, tambaleante, casi cayéndose pone pie a tierra en el puerto de Reykjavik. Cercada por las erupciones, paralizada por el clima traicionero, destruida por encarnizadas luchas familiares y atacada por piratas berberiscos, Islandia conserva el legado vikingo; «los vikingos fueron los segundos mamíferos en colonizar la isla, el zorro ártico fue el primero». Un país agnóstico que considera una grosería inconcebible abordar el objetivo de una visita antes de tomar cinco o seis tazas de café. Se describen paisajes, se visita un desierto inmaculado ajeno a la vida cotidiana de la especie humana, y una isla famosa por su pasión por el ajedrez (herencia, claro está, de un grupo de colonos vikingos que se pasaban el día y la noche jugando en el tablero). Conoce a un sacerdote que ensalza el goce desde el púlpito y despotrica contra la base militar norteamericana, a un asesino que se beneficia del tolerante sistema penitenciario islandés (sea cual sea el delito puedes salir del recinto carcelario siempre que se comunique el paradero a la policía cada cuatro horas), y a un farero solitario que vive absolutamente aislado en un puesto avanzado de guardia, rodeado de 16.000 libros, según propia estimación. Agotada la estancia, recorre los muelles de Reykjavik buscando un barco que le lleve a Groenlandia adelantándose al invierno; ante la imposibilidad de encontrar uno tiene que tomar un avión, traicionando el plan original de realizar la ruta por mar como los vikingos, un pueblo marinero que, aunque hubiese tenido ocasión, nunca habría volado.
 
La carretera más larga de Groenlandia, en un país donde las carreteras son una rareza, es la que une la capital Nuuk con el aeropuerto. En Nuuk, una ciudad aislada del mundo, con un estilo urbano desangelado, viven un cuarto de la población de la gran isla (cuatro veces la superficie de Francia), la mayoría de sus habitantes congregados en bloques de apartamentos baratos idénticos. Niños desarrapados jugando en lodazales verdosos, mujeres de aspecto primitivo estrechando contra el pecho cajas de cerveza, hombres de edad indeterminada víctimas del paro; resentimiento hacia el gobierno danés, problemas de alcoholismo y alta tasa de suicidios. El viajero recorre el interior del helado territorio, descubre restos de antiguas bases militares que dejó la Guerra Fría y vestigios arqueológicos de granjas vikingas; no pierde ocasión de charlar con los nativos de los que se siente enamorado, una raza humana denominada inuit, nunca esquimal (término despectivo), que se ríe de la desgracia.

Los barcos groenlandeses se pintan de rojo o naranja para distinguirlos del hielo. Navegación laboriosa; niebla helada, ballenas, icebergs encallados en la costa o a la deriva. Terranova y Labrador últimas paradas de la ruta vikinga. Acompañado de un guía busca a los osos negros, acampa junto a la morada del abominable hombre de las nieves, visita una excavación donde han aparecido ocho casas de tierra, un alfiler, una aguja de hueso, pan fosilizado y otros utensilios domésticos similares a los que aún se utilizan en Noruega. Observa que la naturaleza forzosamente va cediendo terreno a la expansión humana: menos naturaleza más asfalto y hormigón. «Uno de los objetivos de viajar es evitar a toda costa el destino final», pero el viajero está cansado, es hora de volver a casa.