domingo, 13 de marzo de 2011

WANG WEI & PEI DI; “POEMAS DEL RÍO WANG”.

Dos poetas nacidos bajo el manto temporal de la dinastía Tang (618-907), período memorable para las artes y las letras, considerada la edad de oro de la lírica china; época en la que la poesía supone un componente habitual tanto de la vida privada como de la gubernativa; para aprobar los exámenes imperiales que permiten ejercer cargos en la administración los aspirantes a funcionarios deben demostrar su destreza poética. Dos amigos unidos en el Tao, que se encuentran en el remoto y agreste valle de Wang (refugio de eremitas y gentes sencillas); allí establecen su lugar de reposo a la orilla de un remanso del río que bautiza al territorio; albergue oculto, solitario y silencioso: una cabaña escueta con lo justo para sobrellevar los ciclos de ayuno: un mortero donde preparar las hierbas, la tetera para cocinarlas, una hamaca y libros; sin nada más, así vivió largos retiros Wang Wei, músico, calígrafo, pintor afamado (funde la poesía y la pintura de tal modo que cuando miras las copias – no quedan originales- de sus cuadros lees poesía y cuando lees su poesía ves los cuadros), honorable ministro tocado por la riqueza que distribuía en generosos donativos entre los monasterios budistas, alma herida asiste a la muerte de sus seres queridos (su esposa, su protector, su madre), místico, maestro que ha inspirado a generaciones de poetas, frondoso árbol de raíces profundas cuya sabia nutre la sensibilidad creativa del amigo y discípulo Pei Di. Apartados del fragor del mundo, integrados ambos en la misma atmósfera espiritual, de respeto a la naturaleza, de ensimismamiento anímico, de gozo de una existencia contemplativa; silbando canciones, tocando el laúd, componiendo y recitando versos sentados a la sombra de los sauces, remando en el lago, compartiendo el sendero de la gloria sin pretensión ninguna de perdurar.
 
Se respira el aire puro, fresco; las hojas caen, la lluvia purifica el bosque de bambú, los pájaros emigran en otoño, los campesinos lavan la seda en la ribera del río; los ladridos de los perros, el eco de las voces lejanas y el sonido tenue de las campanas rompen el silencio de las desiertas montañas. Se suceden las estaciones. Los perfumes y aromas, los sonidos y los colores del paisaje obligan al paseante a detenerse, a sentir, a escuchar y a dejarse envolver por la nostalgia, por la tranquila languidez del entorno poético y de las ilustraciones presentes.

La luz de la Luna brilla iluminando el embarcadero en la noche; la vida es una ilusión.